Hace diez años yo era mi hermano

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Dicen que los exiliados a veces se juntan para hablar de la ciudad que dejaron atrás. Tratan de recordar con esmero y detalle dónde terminaba la calle o empezaba el portal de la última casa; la suya, la del vecino, el de la infancia o la panadería, ¿cómo se llamaba? Tal vez se lo inventen, incluso, como si la verdad no importara. Y debaten si el nombre de tal plaza era el mismo o lo cambiaron. Si el local cerrado estaba abierto, si era un segundo o un tercero. Si la ciudad tenía límites.

Me los imagino trazando con el dedo en el mantel de una mesa todas las cuadras que hacían un barrio, y los veo cruzar, en sus cabezas, de acera en acera como si pasear por aquella ciudad casi inventada fuera posible. Hasta podrían sentir que han vuelto, sino fuera porque esa ciudad, la misma que rememoran con detalle arqueológico, esa ciudad ya no existe.

Porque nadie sabe cómo es ahora, y es que en verdad  dejó de ser en el mismo momento en el que supieron que no podrían volver. La ciudad que dejaron, con una maleta en la boca y otra en la garganta, solo existe cuando hablan de ella. Su único modo de volver es recordarla intacta, fuera del tiempo.

Y es que el exilio no es un lugar del que te has ido. Es un sitio al que nunca podrás volver.

Por eso recuerdan.

Por eso el luto tiene algo de patria.

Sit tibi terra levis.

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Sólo cuando me río.

Me habían contando cientos de historias sobre ellos; me conocía su infancia, el barrio y las expulsiones, la miseria de ser felices con la muerte en los talones. Me sabía las huidas en carretera, me conocía la cárcel, el cianuro y sus ganas de vivir. Los nombres que dejaron, el día que supieron que jamás iban a volver.

Sin embargo, núnca le pregunté a mis padres cómo se conocieron. Así que un día, en la más común de las conversaciones, se lo pregunté a mi padre como quien entra sin llamar.

Me dijo, siempre sonriendo, que por entonces tenían un amigo común. Un tipo con ojo y buena puntería que debió pensar que entre un brigadista sin pasaporte y una mujer sin miedo podría haber algo. Y así, mientras el escenario se caía, mis padres se enamoraron. No conozco lugar mejor para hacerlo.

Ese tipo, ese genio de las matemáticas o simplemente con suerte, es quien presentó a mis padres. Supongo que le debo la vida. Pero de repente mi padre cambió de expresión, dejó de sonreír o eso adiviné bajo el mostacho, sin mirarme. Y antes de hacerse el silencio terminó diciendo: «Luego desapareció».

Nunca más volvimos a hablar del tema.

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A la memoria de los años

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La primera vez que entré a verle me puse una tela que parecía hecha de espuma, fina e inmaculada, sobre los zapatos.  Me disfrazaban.

Se encontraba en una camilla, sujeto a su vida, respirando como si el agua nos hubiera alcanzado a todos. Le costaba respirar y el aire se le hacía en la boca agua de mar. Cansado, estaba tan cansado que quise llevármelo de allí, cargarlo a mis hombros y arrancar el paso y los cables con furia. Abrir la puerta con el pecho y romper las paredes a llorar, deshacer el pasillo del hospital hasta los cimientos, quemar la escalera, los puentes, hundir las farolas bajo los adoquines y que los coches se volcaran a nuestro paso hasta llegar al mar. Y seguir caminando, con tu nombre en mi espalda, hasta dejar atrás la tierra que, de tan pequeña, ya no significara nada.

Pero no pude ni moverme.

Y sin darme cuenta había terminado el horario de visitas y la infancia.

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Volver no tiene a donde ir

Una vez escribí:

«Le crecen las canas a los peldaños de esta casa que no cruje, pero suena herida. Si las paredes hablaran recordarían antes de abrir la boca, o la ventanas, para dejar salir fantasmas del armario que hace tiempo que saben que no volverán. Y tiene atardeceres en marco de plata, decorando un nomeolvides que no deshoja calendarios, esa corona de flores de monarca que fueron.»

Y fui yo quien no supo volver.

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They don’t sleep anymore on the beach.

sleep«It was Coney Island, they called Coney Island the playground of the world.

There was no place like it, in the whole world, like Coney Island when I was a youngster.

No place in the world like it, and it was so fabulous. Now it’s shrunk down to almost nothing…you see.

And, uh, I still remember in my mind how things used to be, and…uh, you know, I feel very bad.

But people from all over the world came here…from all over the world…it was the playground they called it the playground of the world…over here.

Anyways, you see, I…uh…you know…I even got, when I was very small, I even got lost at Coney Island, but they found me…on the…on the beach.

And we used to sleep on the beach here, sleep overnight..they don’t do that anymore. Things changed…you see.

They don’t sleep anymore on the beach».

Si me duermo en la playa, no me despertéis.

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A mi padre

carpediemQue me enseñó donde mueren los dioses.

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Instantes

Tenía un vestido negro sin fisuras ni detalles, como su coleta que dejaba saber que la nuca no tenía fin. Estaba allí, con esa postura inmóvil, como si jamás se hubiese movido del sitio, como si el cuadro de Hopper que miraba ensimismada lo hubieran pintado allí mismo. Como si hubiera entrado tras el marco, la madriguera del conejo, llamando a la ventana de una casa que sobrevive al tercer asalto de la soledad.

Era eterna en un instante, con una silueta que atravesaba la pared, que pasar por delante fuera un delito o morir en el intento. Me quedé mirando el cuadro antes del cuadro,  y entonces le robé una foto, solo una, no fui capaz de hacer más ni decir menos. Para cuando quise recordarla ya se había ido, solo que una parte de mi piensa que sigue allí, que nunca se ha movido.

Que Hopper es Hopper y quien le mira.

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Paisajes de interior en el metro de Madrid

Hoy, en el metro, un hombre de mundo y corbata hablaba con orgullo de haber estado en los cuatro Zara de Londres. De suela inmaculada, de mundo etiquetado, de libro con fotografías y pie de página diciendo que yo estuve allí. Pero en verdad nunca se movió del sitio, con su ostentosa soberbia aún descalza y sin vestir.

Justo detrás, una mujer de adolescencia tardía teñía de azul el príncipe que había conocido en una red social de fotos de carné e instituto. Destripaba la prudencia contando en voz alta los sueños que no se había atrevido a soñar. Ese timbre de voz que llama a la puerta con un caja de promesas en las manos, que no espera, confía en que todas sus mentiras sean verdad, o al menos, que se le parezcan tanto como para poder creérselas.

Y finalmente, una chica de aspecto suicida leía a Lewis Carrol con la esperanza de que el túnel del metro fuese la madriguera del conejo. Una Alicia huérfana de pelo rubio que vestía ese luto festivo que parece haber entendido sólo la mitad del discurso.

En resumen, hoy el metro ha descarrilado por dentro.

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Sales

Recuerdo el mar en huelga, con las olas que se negaban a volver, quedándose todos los nombres que hablaban de cenizas volcadas. Arropadas unas con las otras, levantado la mirada, huyendo de la arena. Arrastrando la espuma, que pesada, no hacía ruido de cadenas. Cerrando la puerta en un suspiro que clama silencio con el dedo apuntalando los labios, dejando morir el aliento. Rompiendo la luna en un reflejo que no se recompone, que hiere verlo.

Recuerdo el mar en huelga, justo antes de volver y dejar inmaculada la memoria de la arena mojada.

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Obra sin título

No entiendo el arte sino me atraviesa de costado a costado, como explicar un poema de Lorca donde habla de ahogados y los nombres que recordaba el mar. Entender solo entiendo que me cruza sin esquivar el pecho y me devuelve el aire que estoy leyendo.  Y que todos los faros de Hopper se me claven en la punta de los dedos que no saben mirar sino es con la boca abierta.

Lienzos de Pollock suplicando en cada rastro que dejan, navajazos contra la pared, que les mires y no sepas a donde ir con la mirada. Que te guiñen un ojo las mujeres de Avignon, los dos de perfil y de lado las aristas que se desenvuelven hasta desnudar cada curva. Y dejarme caer en un poema que no rima mas que en mi cabeza, en el hueco que queda entre lo que hiere y no mata.

Yo no entiendo de arte, yo sólo soy una víctima.

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