Hace diez años yo era mi hermano

juanger

Dicen que los exiliados a veces se juntan para hablar de la ciudad que dejaron atrás. Tratan de recordar con esmero y detalle dónde terminaba la calle o empezaba el portal de la última casa; la suya, la del vecino, el de la infancia o la panadería, ¿cómo se llamaba? Tal vez se lo inventen, incluso, como si la verdad no importara. Y debaten si el nombre de tal plaza era el mismo o lo cambiaron. Si el local cerrado estaba abierto, si era un segundo o un tercero. Si la ciudad tenía límites.

Me los imagino trazando con el dedo en el mantel de una mesa todas las cuadras que hacían un barrio, y los veo cruzar, en sus cabezas, de acera en acera como si pasear por aquella ciudad casi inventada fuera posible. Hasta podrían sentir que han vuelto, sino fuera porque esa ciudad, la misma que rememoran con detalle arqueológico, esa ciudad ya no existe.

Porque nadie sabe cómo es ahora, y es que en verdad  dejó de ser en el mismo momento en el que supieron que no podrían volver. La ciudad que dejaron, con una maleta en la boca y otra en la garganta, solo existe cuando hablan de ella. Su único modo de volver es recordarla intacta, fuera del tiempo.

Y es que el exilio no es un lugar del que te has ido. Es un sitio al que nunca podrás volver.

Por eso recuerdan.

Por eso el luto tiene algo de patria.

Sit tibi terra levis.

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